La ballena y el divino niño
Por los alrededores de mi casa hay algunos parques. Uno de ellos, tenía tres pequeños monumentos: un ancla (de verdad) ubicado en un extremo del parque en mención, un cañón (de verdad también) que reposa en un pedestal de cemento circular y que está al centro, y "la ballena", un montículo de cemento de unos veinte metros de largo, de forma ligeramente parabólica y adornado como un mosaico de piedras que tenía efectivamente la forma de dicho mamífero marino. En su parte central llegaba a los dos metros de altura, y todos los niños, -me incluyo- jugábamos resbalándonos ahí, como en un tobogán.
Hace tres años atrás, no sé porqué extrañas razones (aunque la mayoría concuerda con que la parte posterior de "la ballena" se había convertido ya en una letrina pública) decidieron derribar aquel montículo de piedras. Entonces, el encanto del parque se perdió. El único y gran árbol que daba su sombra, se opacó. El ancla daba lástima, y el cañón cada vez se veía más pequeño y más distante. Todos los que pasaban por ahí, sentían que algo faltaba. Que el alma de aquel parque se había ido para siempre.
A los meses de aquel inmenso vacío, no sé quien, ni porqué, ni cuando, ni como, ni con qué profunda o banal intención, -seguro los que la derrumbaron- apareció un pequeño altar en el lugar donde estuvo siempre la inmensa ballena, -que todos mirábamos y donde muchos jugábamos-. Por supuesto, que un grupo de gente o alguna autoridad lo mandó a construir, pero lo hicieron tan rápido y tan anónimamente que nadie supo cómo ni cuándo fue. Era pequeño, con una urna de cristal, y un pequeño icono de unos cincuenta centímetros dentro de ella. Una estatuilla del niño Jesús. Y todo comenzó. Alguien seguro puso la primera flor, otro alguien quizá luego las jardineras, y un tercero le hizo una venia a aquel altar. El resto lo vio y comenzó a imitarlo. Ese lugar donde antes estaban los orines de la ciudad, ahora era -y es- culto de veneración de unos cuantos. Así, poco a poco, los que pasaban por el pequeño altar se quedaban mirando fijamente al hermoso y tan poco común niño.
Un día apareció una inscripción rotulada en él, dando entender quien era: «el divino niño». Desde ahí comenzó con fuerza la veneración cotidiana, matutina y vespertina en aquel lugar, la entrega de flores, los rezos postrados de todos los que pasaban. Aparecieron los rostros mortecinos y escondidos, las viejas cucufatas y amargadas, las arrepentidas, como entre ellas mismas se dicen -¡muchas con mantillas incluso!-, otras, las que reventaban en la cara de uno las pelotas (de juguete) si caían en sus verjas, o dentro de sus jardines interiores; también aparecieron los profanos, los mismos viejos que antes orinaban ahí, otros más descarados o apurados que no podían más y terminaban dejando su excremento en la oscuridad de la noche, -o en las sombras del día-, ahora ellos mismos, pasaban con reverencia, para -a unos metros- seguir orinando y luego ir a rezarle al divino niño.
Antes la adoración era diferente. Se respiraba pureza y libertad. Antes era una inmensa ballena donde todos los niños, a cualquier hora se subían en ella, en sus lomos, jugaban a la guerra con el cañón, soñaban con el ancla en un extremo dejando volar su imaginación, vivían sana y tranquilamente en aquel parque con el inmenso árbol y su gran sombra protectora, con el césped bien cortado. Antes, era niño.
Ahora, me pregunto. Y ¿qué tal si alguien en vez de colocar un icono del famoso divino niño hubiera puesto un busto con un par de tetas descubiertas? ¿O mejor aún un símbolo fálico como un obelisco simulado? ¿O que tal si en vez de una provocación, poníamos algo más elocuente, poníamos una imagen anónima de tantos niños necesitados? ¿O para seguir el buen ritmo peruano, poníamos la silueta de alguna vedette que está de moda? ¿Seguirían rezándole con la misma devoción? (¿O ya le rezan día a día viéndoles por medio de la caba boba?) No sé porqué pero mi vecino me dijo, que igual, que sea lo que sea, todos ellos hubieran ido tras la imagen y la hubieran adorado. «Son carneros joven, son carneros» expresó.
Ahora, después de tiempo, paso día a día por el famoso «divino niño», y nunca me había detenido a verle. Nunca. Pero hoy lo hice, y me pregunté ¿qué poder mágico y profundo puede haber? Ni siquiera lo había cuestionado. ¿Por qué alguien se pararía en frente de este altar, o de cualquier otro? Y mientras escudriñaba la imagen -seguramente con una ingenua y natural exageración- una vieja -de esas que hacen sus venias ante el altar- con un horrible pequinés pasó, se puso a mi costado, y el perro se meó a unos metros del altar- ¿un tributo para el divino niño?- y cuando ella leyó en mi expresión mi inquietud, me miró con castración. ¿Por qué esa necesidad de adoración, de veneración a un icono que no me dice nada? (¿¡¡¡Alguien me lo puede explicar!!!?) Le pregunté a mi vecino que pasaba por ahí, -ya que más sabe el diablo por viejo que por diablo- "Oiga don Guillermo, ¿y usted ya le habrá puesto algunas flores de su jardín?" Y él, tan campechano como es, esta vez no dijo nada, sino que me miró, hizo una venia y cómplicemente me sonrió, dejó el paquete de basura a un costado y salió. El pequinés ladró y la vieja rezongó.
0 comentarios